Aquel día, su último día de vida, ella fue conducida a un camión que, junto con otras, la trasladaría a su destino final. La sacaron de su pequeña celda y la llevaron hacia el transporte con bastante dificultad, ya que su cuerpo deteriorado por los años de encierro y abusos a duras penas le permitía caminar. Sus captores la subieron a ella y a otras catorce compañeras a la parte trasera del camión, una estructura sucia y pestilente tan pequeña que apenas podían moverse. Así viajó durante más de diez horas, hacinada, sin agua y sin alimento. Dos de sus compañeras murieron en el camino y viajaron así, muertas.
Ella, que no tenía nombre, llegó a su destino exhausta y aterrada. Allí se encontró con un recinto mucho más lúgubre que aquel en donde había vivido durante toda su vida. La bajaron del camión y apenas a unos metros de distancia pudo ver los cuerpos mutilados de otras como ella, convertidos en despojos. Ya no dudó de su destino. Gritó con todas sus fuerzas y trató de escapar. Ni sus heridas abiertas ni sus tumores ulcerados pudieron evitar que diera esa batalla final. La metieron en un corral de hierro y lo último que vieron sus ojos desorbitados fue una pistola que le apuntaba a la frente. Después, vino el tiro en la cabeza. Y eso fue todo.
Ella es una de las trescientas millones de vacas que cada año mueren víctimas de la producción animal. Patos, cerdos, pollos, ovejas, gallinas, perros, conejos y muchos otros animales son utilizados de diferentes maneras para un único propósito: servir a los intereses de la especie humana. Ante estos hechos emerge una cuestión ineludible que todavía no ha sido resuelta: ¿es ético utilizar a los animales sin tener en cuenta su propio interés? ¿Los animales tienen derechos?
La cuestión de los derechos de los animales no es nueva. Ya desde el 500 a.C., el filósofo y matemático Pitágoras consideraba que el alma de los animales era tan inmortal como la de los seres humanos y que podía reencarnar indistintamente en unos y otros. Como contrapartida, más de mil años después, otro filósofo, René Descartes, planteó que los animales no son más que autómatas, cuyos quejidos no indican sufrimiento, sino el mal funcionamiento de un mecanismo interno, al igual que la rueda de un coche chirría cuando le falta grasa.
Hoy en día la ciencia ha refutado el argumento de Descartes: los animales no son máquinas y sus quejidos sí son de dolor. Y no solo eso: la etología, que es la ciencia que estudia el comportamiento animal, ha demostrado mucho más. Los animales, en su gran mayoría, son seres conscientes, inteligentes, que forman vínculos unos con otros, que son capaces de dar y recibir afecto e incluso pueden sufrir trastornos psicológicos. En efecto, se ha documentado la aparición de patologías en animales en cautiverio, como trastornos obsesivo-compulsivos, anorexia, estrés, depresión y muchas más como consecuencia de la pérdida de la libertad, la soledad, el maltrato y otros factores. Lejos de ser máquinas, los animales son seres plenamente sintientes, conscientes y con necesidades específicas tanto en el orden de lo físico como de lo emocional y lo social.
En 1964, la autora y activista inglesa Ruth Harrison publicó un libro llamado Animal Machines, en el que exponía la realidad de la cría intensiva de los llamados animales de granja. La sociedad europea quedó fuertemente impactada al enterarse del trato que sufrían los animales a manos de la industria. En 1948 se había redactado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a raíz de la cual surgieron dos preguntas: ¿por qué los seres humanos tenemos derechos? Y, ¿por qué los animales no tienen derechos análogos a los derechos humanos?
El término especismo fue creado en 1970 por el psicólogo Richard D. Ryder y hace referencia a un tipo de prejuicio que tiene como fundamento la especie. Así como el sexismo es un tipo de prejuicio basado en el sexo y el racismo en la etnia (porque la raza humana es una sola), el especismo presupone la superioridad de una especie sobre todas las demás. Si bien no es un prejuicio moral, sí tiene consecuencias, ya que le da sustento a la creencia general de que es correcto matar animales para satisfacer demandas humanas. Entonces, la explotación de la que son víctimas los animales tiene como fundamento un prejuicio.
¿Cómo se puede asegurar esto? A lo largo de la historia, el ser humano ha buscado diferenciarse del resto de los seres vivos que cohabitan el planeta. Si bien la ciencia cada vez lo va desplazando más de ese lugar privilegiado que se ha dado a sí mismo, queda un último refugio para justificar su dominio: la conciencia y la inteligencia. Sin embargo, también hay un prejuicio detrás de este argumento. Muchas veces se presupone que las personas deben tener más derechos ya que tienen inteligencia y conciencia. Pero si comparamos a un cerdo con un bebé recién nacido, será indiscutible que el cerdo es más inteligente y más conciente. ¿Sería correcto utilizar al bebé para los fines del cerdo? ¿Por qué no lo es?
Hablar de lo que es correcto es hablar de ética. No es correcto maltratar ni matar a ninguna persona, sea de la edad que sea, ni para los fines que sean (incluso si es por el llamado “bien común”). Los derechos humanos son universales porque detrás de ellos hay una serie de valores, como la dignidad, la igualdad y la libertad, que las sociedades intentan alcanzar. ¿Por qué no tratamos a los animales con esa misma vara? Si defendemos una serie de valores éticos y morales independientes del individuo, ¿por qué no aplicamos ese mismo criterio cuando se trata de otras especies? Todos los caminos conducen al especismo. Y, en última instancia, al poder. Los animales no tienen forma de defenderse. No tienen voz para protestar. El ser humano hace lo que hace porque puede. El pragmatismo en su máxima expresión.
El Movimiento Abolicionista de Liberación Animal propone echar por tierra aquel prejuicio primigenio que justifica la explotación de los animales por el solo hecho de ser animales. El fin último es abolir la producción animal y lograr que los animales sean equiparables en derechos a los seres humanos, como planteaba Pitágoras respecto de las almas. Filósofos como Peter Singer y Tom Regan le han dado al movimiento una voz fuerte pero aún distante de las grandes masas. Los animales sirven a intereses que son muy difíciles de erradicar y cuyo cuestionamiento no está en el radar del pensamiento colectivo.
Edgar Kupfer-Koberwitz fue un humanista y pacifista polaco que estuvo preso en Dachau, el tristemente célebre campo de concentración nazi, durante casi cinco años. Allí escribió un diario clandestino, hecho de retazos, que luego de sobrevivir a aquella tragedia publicó bajo el nombre de “Diarios de Dachau”. Nada mejor que cerrar con una cita de uno de sus escritos titulado “Los animales, mis hermanos”:
Yo me siento feliz, nadie me mata; ¿por qué iba yo a herir o a matar a otras criaturas o hacer que las hiriesen o las matasen por mi placer y conveniencia? ¿No es sencillamente algo natural, el que yo no inflija en otras criaturas aquello que, espero y temo, nunca será infligido en mí? ¿No sería muy injusto hacer tales cosas sin otro propósito que el de gozar de un frívolo placer físico a costa del sufrimiento de otros, de la muerte de otros? ¿No crees que la obligación del más grande, el más fuerte, el superior, es la de proteger a las criaturas más débiles en vez de perseguirlas, en vez de la matarlas? Noblesse oblige. Yo quiero actuar de una manera noble.
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Pereyra Sandra
El HOLOCAUSTO ANIMAL ya debe terminar deben haber leyes mas duras y entender que tienen el mismo DERECHO a VIVIR que nosotros.